Igor Yupanqui

(Fragmento)

​

Él traspuso la ventana, o creyó que lo hacía, es difícil precisarlo, le pareció que el frío y el aleteo del viento tenían vida propia, su mirada era un abismo, estaba como aturdido, como discurriendo en uno de aquellos ríos metafísicos de los que había hablado tanto, desvelado y desgarbado, a punto de saltar, instalado en un territorio absurdo, dentro de un mar de palabras sin sentido, dispuesto a cerrar el círculo –ir del vacío hacia el vacío–, por momentos instalado en las aguas movedizas de la conciencia, por momentos empotrado en el estallido lumínico del inconsciente, aferrado (sin voluntad) a una inusitada euforia, desprendido, desasido de la realidad, confundiendo una tarde en Buenos Aires o Montevideo con un atardecer brumoso en París, viéndola o creyendo verla a través de otra mujer, sí, claro, quién más podía ser sino ella, la misma que había inventado el glíglico (una lengua arbitraria, un amasijo de términos sin orden ni concierto, carente de reglas de ortografía donde las palabras podían significar una cosa un día y otro día quizás otra, o donde bastaba quitar una vocal o añadir otra para que el sentido se altere o permanezca según el ritmo de la parla, una lengua que los hacía sentirse más libres y a la vez los convertía en esclavos de su incertidumbre), sí, aquella que rompía los puentes con sólo cruzarlos, quien no pestañeaba siquiera para preguntar por el origen de Lautréamont o por la famosa reflexión egipcia de Pascal provocando el suspiro y la conmiseración de los demás; ella, que enhebró la carta más honda que una madre ha podido escribir a un niño; ella, que bajo los puentes hablaba con los clochards, o encallaba frente a los escaparates, petrificada, ante un mono disecado, ausente de la realidad, como cuando cogía una hoja para regarla con sus murmullos, cuando  ignoraba ser un estorbo útil y hubiese sido capaz de poner verde a Santo Tomás con su espontánea forma de filosofar, (ella) la estatua ecuestre al caos, ...